La familia desarrolla ciertas pautas o maneras relativamente
estables de relacionarse entre sí. El funcionamiento familiar se puede observar
a través de la cohesión, armonía, distribución y desempeño de roles, entre
otras. La forma en que la familia enfrenta las crisis evolutivas y
coyunturales, la actitud ante el crecimiento individual de sus miembros y el
respeto a la autonomía y el espacio del otro son elementos fundamentales para
un adecuado funcionamiento del sistema familiar o para que se dé una desarmonía
familiar.
En función del momento vital de una familia, hay momentos más
adecuados para un tipo de funcionamiento que otro. Por ejemplo, cuando nace un
hijo, establecer un sistema más aglutinado es coherente y lógico. Indica
flexibilidad del sistema y por tanto, su salubridad relacional. Tanto las
familias con un funcionamiento desligado como las que se caracterizan por ser
aglutinadas, cuando se vuelven rígidas y disarmónicas, pueden convertirse en
sistemas conflictivos. Pero es más característico en familias aglutinadas,
siendo los rasgos definitorios de este tipo de funcionamiento los que
caracterizan a la familias conflictivas.
Destaca en estos sistemas familiares la ausencia de definición
de los límites entre subsistemas, sin saber cual es el rol que cada miembro
tiene que desarrollar. Hay una inclusión de los hijos en las dinámicas
conflictivas de los adultos, particularmente entre los padres pero también con
miembros de la familia extensa – sin que los progenitores sean capaces de
protegerlos de estas interacciones –, provocando sufrimiento y malestar en los
hijos. Este se acentúa si dicha inclusión se combina con una parentalidad
difuminada y delegada en otros adultos del sistema, la variabilidad en el
establecimiento de normas en la educación de los hijos, un cuidado de los
mismos arbitrario y una ambigüedad afectiva. En este tipo de familias, se
establecen patrones de relación que pueden a llegar a ser muy perversos y que
los hijos, a medida que van creciendo, van interiorizando esta realidad
relacional, que desarrollaran como grandes maestros con su entorno inmediato,
sea familiar o bien externo.
En ocasiones, hay un inadecuado enfrentamiento de la familia a
las crisis evolutivas, impidiendo superarlas y generando dinámicas conflictivas
que requieren de la intervención educativa y/o terapéutica para poder romper el
círculo y volver a dinámicas constructivas. Por
ejemplo, la marcha de un hijo del núcleo familiar – hecho que puede provocar lo
se llama síndrome del nido vacío – requiere de una readaptación de la pareja
que ha estado muchos años en un rol parental. Se puede dar que uno de los
conyugues no lo acepte y empiece a mostrar síntomas – estado de ánimo
depresivo, desinterés por la pareja, consumo abusivo de alcohol,... –,
creándose una relación simétrica, de enfado entre los dos adultos. Una
intervención permitiría romper la disfuncionalidad y crear roles más delimitados,
sobretodo en función del nuevo entorno familiar. Superar estas crisis y
volver a dinámicas saludables, supone que la familia es funcional y que ha
tenido un “desliz”, pero que se ha recuperado. Las reglas – explícitas o implícitas – que
rigen los comportamientos de los miembros entre sí mantienen la unidad y el
funcionamiento del sistema, que es flexible y adaptativo a los cambios. La
crisis, considerada normal en todo cambio, es episódica, volviendo el río otra
vez a su cauce. Si las reglas no logran modificarse con la
flexibilidad adecuada hasta recuperar el equilibrio, si lo que se produce es rigidez ante
la situación, ésta se cronificará y se convertirá en disfuncional, siendo mucho más
difícil romper el círculo. Se puede incluso llegar a la ruptura del
sistema familiar (pudiendo llegar a ser esta ruptura la solución más funcional
para el sistema, en un futuro). Este tipo de sistemas se rigen por pautas
transaccionales rígidas que van desdibujando el equilibrio familiar y por
tanto, su salubridad.
Las pautas transaccionales que rigen a una familia son modos de
obrar que cristalizan en un sistema y definen la manera, el cuándo y el con
quién relacionarse, reforzando el sistema el cual ofrece resistencia a todo
cambio. Las familias que, frente a las tensiones o cambios, incrementan la
rigidez de sus pautas y límites transaccionales, provocan una estructura
familiar difícilmente observable y por tanto, con una mayor dificultad para la
intervención y el cambio. Por ejemplo, si
en el caso anterior, el conyugue sintomático busca y encuentra el apoyo
afectivo fuera del núcleo, en la familia extensa, siendo el posicionamiento de
la pareja de aparente aceptación (sin que ésta sea real) pero manteniéndose los
conflictos, es probable que se enquiste esta fase crítica y provoque
interacciones cada vez con mayor malestar para la pareja, siendo una posible
solución la ruptura del sistema.
Las relaciones familiares conflictivas de los padres, parecen
ser antecedentes de peso en la creación de dinámicas disfuncionales que generan
malestar en los hijos.
Todo y que hay muchas definiciones válidas de violencia, aquí
nos quedamos en la que formuló Yves Michaud (1978) por su globalidad y
complejidad. Según este autor, hay
violencia cuando, en una situación de interacción, uno o varios actores actúan
de forma directa o indirecta, masiva o dispersa, dirigiendo su ataque contra
uno o varios interlocutores en grado variable, sea en su integridad física, sea
en su integridad moral, en sus posesiones o en sus participaciones simbólicas y
culturales.
En una relación de violencia, hay diferentes fases, de menor a
mayor gravedad, en las que va evolucionando el conflicto. Estamos hablando de
un proceso largo, donde las transacciones rígidas del sistema familiar,
normalmente heredadas de generaciones anteriores – los mitos y creencias
familiares marcan las pautas de relación – no permiten otro tipo de
funcionamiento del sistema. Pueden ser episodios puntuales, debido a crisis
evolutivas, pero hablaríamos más bien de familias conflictivas. En las familias
violentas, la agresividad es un patrón de relación.
En las fases de una relación de violencia, hay un primer periodo
donde se va acumulando el malestar – periodo que también se llama fase de acumulación de tensión, que se caracteriza por su cronicidad
y por estar dominada por lo que se conoce como “maltrato psicológico”. En esta
forma de maltrato el o los miembros maltratadores ridiculizan a otro u otros
individuos del sistema – la o las víctimas –, ignoran su presencia, no prestan
atención a lo que dice, se ríen de sus opiniones, les corrigen en público, les
ofenden criticando su imagen física, sus ideas,... Estas conductas producen un
efecto en la o las víctimas, provocando un progresivo debilitamiento de sus
defensas psicológicas. De hecho, hay veces que no se llega a tener un episodio
agudo de violencia pero se vive en un constante clima de maltrato. La explosión
del malestar origina el episodio
agudo de violencia, que suele ser físico, pero también puede ser
sólo verbal. El tipo de violencia física es muy variable y puede ir desde un
pellizco hasta el homicidio. En los casos de violencia de género, es común que
en pleno episodio de violencia el hombre obligue a la mujer a mantener
relaciones sexuales. Por lo general, antes de estos episodios el agresor
aumenta la intensidad de la agresión, acusaciones, denigración, insultos y
amenazas, y va creando un clima de miedo constante en la o las víctimas. Los
tiempos entre cada episodio agudo son variables e impredecibles. A veces los
episodios de violencia física sobrevienen a diario, otras veces nunca se
materializan, incluso pueden pasar años entre un episodio de violencia física y
otro. Lo importante es que si ha habido episodios de violencia física lo más probable
es que vuelva a haberlos. El hecho de que los episodios agudos de violencia
sean poco frecuentes no implica, necesariamente, que el grado de maltrato sea
menor, ya que lo más probable es que exista mayor tiempo de acumulación de
tensión en la que predomina el maltrato psicológico. El momento del
arrepentimiento o luna de miel
es la siguiente fase, pero se puede dar en diferentes momentos de las fases
anteriores. El o los agresores piden perdón, se comportan de forma cariñosa y
hacen todo lo posible para convencer a la o las víctimas de que no volverán a
tener este tipo de conductas. Entonces en este momento, se reconcilian. Luego,
en un clima más amigable, puede incluso ocurrir que se encuentren excusas para
justificar la violencia y que la o las víctimas asuman una parte de
responsabilidad en la situación de conflicto.
Como se ha señalado anteriormente, tanto las familias con un
funcionamiento desligado como las que se caracterizan por ser aglutinadas,
cuando se vuelven rígidas y disarmónicas, pueden convertirse en sistemas
violentos. Los sistemas centrípetos pueden mantener el enmarañamiento a través
de la violencia, pero normalmente hay otros rasgos definitorios que
caracterizan este tipo de funcionamientos familiares. Es más habitual encontrar
agresividad en familias desligadas, siendo los rasgos definitorios de este tipo
de funcionamiento los que se dan en sistemas violentos.
Destaca en estos sistemas familiares la ausencia del sentimiento
de pertenencia, yendo cada miembro “por su lado”, sin pedir ayuda cuando la
necesitan y permaneciendo inamovibles delante de un problema en otro miembro.
Las crisis evolutivas no se superan, reaccionando con agresividad contra el
otro u otros, manteniéndose en una posición de dominador – dominado muy difícil
de romper. Muchas veces, la única opción es salir del sistema, buscar o
provocar la exclusión de éste para sobrevivir. Pero son pautas tan arraigadas
en el seno de estos sistemas disfuncionales que, cuando sus miembros construyen
nuevos núcleos, se puede repetir la misma relación maltratadora. Lógicamente,
hay muchos otros factores que inciden – nivel social, educación, cultura,... –,
pero el peso generacional hace mella en estas familias.
Normalmente cuando nos referimos a violencia familiar, pensamos
en el acto de maltrato psíquico y/o físico de uno a varios miembros contra otro
u otros. Pero también se da violencia sin que se produzca el acto,
refiriéndonos a violencia por omisión, donde la o las víctimas normalmente son
menores, incapacitados o personas mayores, es decir, aquel sector de la
sociedad que son dependientes. Omisión significa descuidar, olvidar,...,
consciente o inconscientemente, y por tanto, violencia por omisión implica que
el o los maltratadores no realizan las funciones de protección que la o las
víctimas necesitan tener cubiertas para su adecuado desarrollo físico y/o
psíquico. Por ejemplo, a un bebé que sus
padres le dejan jugar con una bolsa de cocaína hasta que un día se le rompe y
se toma una buena cantidad, supone un claro acto de negligencia respeto a su
protección, considerado como maltrato por omisión.
Al ser necesario un contexto de aprendizaje perdurable en el
tiempo, un episodio de maltrato agudo no es suficiente, por sí solo, para
determinar la configuración compleja que un comportamiento de este estilo
requiere. Es en casos de maltrato crónico y repetido que podemos hablar de
familias violentas. Para ser eficaz, la intervención con este tipo de familias
tiene que ir dirigida a modificar la posición que cada miembro ocupa en el juego
familiar. Todos los miembros de la familia son prisioneros de un juego
disfuncional, organizado alrededor de la violencia, donde no pueden evitar
jugar un papel activo, sea de maltratador, de víctima o de colaborador de
ambos.
Disfuncionalidad Familiar: Segunda Parte" se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported
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