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Disfuncionalidad Familiar: Segunda Parte


La familia desarrolla ciertas pautas o maneras relativamente estables de relacionarse entre sí. El funcionamiento familiar se puede observar a través de la cohesión, armonía, distribución y desempeño de roles, entre otras. La forma en que la familia enfrenta las crisis evolutivas y coyunturales, la actitud ante el crecimiento individual de sus miembros y el respeto a la autonomía y el espacio del otro son elementos fundamentales para un adecuado funcionamiento del sistema familiar o para que se dé una desarmonía familiar.

En función del momento vital de una familia, hay momentos más adecuados para un tipo de funcionamiento que otro. Por ejemplo, cuando nace un hijo, establecer un sistema más aglutinado es coherente y lógico. Indica flexibilidad del sistema y por tanto, su salubridad relacional. Tanto las familias con un funcionamiento desligado como las que se caracterizan por ser aglutinadas, cuando se vuelven rígidas y disarmónicas, pueden convertirse en sistemas conflictivos. Pero es más característico en familias aglutinadas, siendo los rasgos definitorios de este tipo de funcionamiento los que caracterizan a la familias conflictivas.

Destaca en estos sistemas familiares la ausencia de definición de los límites entre subsistemas, sin saber cual es el rol que cada miembro tiene que desarrollar. Hay una inclusión de los hijos en las dinámicas conflictivas de los adultos, particularmente entre los padres pero también con miembros de la familia extensa – sin que los progenitores sean capaces de protegerlos de estas interacciones –, provocando sufrimiento y malestar en los hijos. Este se acentúa si dicha inclusión se combina con una parentalidad difuminada y delegada en otros adultos del sistema, la variabilidad en el establecimiento de normas en la educación de los hijos, un cuidado de los mismos arbitrario y una ambigüedad afectiva. En este tipo de familias, se establecen patrones de relación que pueden a llegar a ser muy perversos y que los hijos, a medida que van creciendo, van interiorizando esta realidad relacional, que desarrollaran como grandes maestros con su entorno inmediato, sea familiar o bien externo.

En ocasiones, hay un inadecuado enfrentamiento de la familia a las crisis evolutivas, impidiendo superarlas y generando dinámicas conflictivas que requieren de la intervención educativa y/o terapéutica para poder romper el círculo y volver a dinámicas constructivas. Por ejemplo, la marcha de un hijo del núcleo familiar – hecho que puede provocar lo se llama síndrome del nido vacío – requiere de una readaptación de la pareja que ha estado muchos años en un rol parental. Se puede dar que uno de los conyugues no lo acepte y empiece a mostrar síntomas – estado de ánimo depresivo, desinterés por la pareja, consumo abusivo de alcohol,... –, creándose una relación simétrica, de enfado entre los dos adultos. Una intervención permitiría romper la disfuncionalidad y crear roles más delimitados, sobretodo en función del nuevo entorno familiar. Superar estas crisis y volver a dinámicas saludables, supone que la familia es funcional y que ha tenido un “desliz”, pero que se ha recuperado. Las reglas – explícitas o implícitas – que rigen los comportamientos de los miembros entre sí mantienen la unidad y el funcionamiento del sistema, que es flexible y adaptativo a los cambios. La crisis, considerada normal en todo cambio, es episódica, volviendo el río otra vez a su cauce. Si las reglas no logran modificarse con la flexibilidad adecuada hasta recuperar el equilibrio, si lo que se produce es rigidez ante la situación, ésta se cronificará y se convertirá en disfuncional, siendo mucho más difícil romper el círculo. Se puede incluso llegar a la ruptura del sistema familiar (pudiendo llegar a ser esta ruptura la solución más funcional para el sistema, en un futuro). Este tipo de sistemas se rigen por pautas transaccionales rígidas que van desdibujando el equilibrio familiar y por tanto, su salubridad.

Las pautas transaccionales que rigen a una familia son modos de obrar que cristalizan en un sistema y definen la manera, el cuándo y el con quién relacionarse, reforzando el sistema el cual ofrece resistencia a todo cambio. Las familias que, frente a las tensiones o cambios, incrementan la rigidez de sus pautas y límites transaccionales, provocan una estructura familiar difícilmente observable y por tanto, con una mayor dificultad para la intervención y el cambio. Por ejemplo, si en el caso anterior, el conyugue sintomático busca y encuentra el apoyo afectivo fuera del núcleo, en la familia extensa, siendo el posicionamiento de la pareja de aparente aceptación (sin que ésta sea real) pero manteniéndose los conflictos, es probable que se enquiste esta fase crítica y provoque interacciones cada vez con mayor malestar para la pareja, siendo una posible solución la ruptura del sistema.   
Las relaciones familiares conflictivas de los padres, parecen ser antecedentes de peso en la creación de dinámicas disfuncionales que generan malestar en los hijos.

Todo y que hay muchas definiciones válidas de violencia, aquí nos quedamos en la que formuló Yves Michaud (1978) por su globalidad y complejidad. Según este autor, hay violencia cuando, en una situación de interacción, uno o varios actores actúan de forma directa o indirecta, masiva o dispersa, dirigiendo su ataque contra uno o varios interlocutores en grado variable, sea en su integridad física, sea en su integridad moral, en sus posesiones o en sus participaciones simbólicas y culturales.

En una relación de violencia, hay diferentes fases, de menor a mayor gravedad, en las que va evolucionando el conflicto. Estamos hablando de un proceso largo, donde las transacciones rígidas del sistema familiar, normalmente heredadas de generaciones anteriores – los mitos y creencias familiares marcan las pautas de relación – no permiten otro tipo de funcionamiento del sistema. Pueden ser episodios puntuales, debido a crisis evolutivas, pero hablaríamos más bien de familias conflictivas. En las familias violentas, la agresividad es un patrón de relación.

En las fases de una relación de violencia, hay un primer periodo donde se va acumulando el malestar – periodo que también se llama fase de acumulación de tensión, que se caracteriza por su cronicidad y por estar dominada por lo que se conoce como “maltrato psicológico”. En esta forma de maltrato el o los miembros maltratadores ridiculizan a otro u otros individuos del sistema – la o las víctimas –, ignoran su presencia, no prestan atención a lo que dice, se ríen de sus opiniones, les corrigen en público, les ofenden criticando su imagen física, sus ideas,... Estas conductas producen un efecto en la o las víctimas, provocando un progresivo debilitamiento de sus defensas psicológicas. De hecho, hay veces que no se llega a tener un episodio agudo de violencia pero se vive en un constante clima de maltrato. La explosión del malestar origina el episodio agudo de violencia, que suele ser físico, pero también puede ser sólo verbal. El tipo de violencia física es muy variable y puede ir desde un pellizco hasta el homicidio. En los casos de violencia de género, es común que en pleno episodio de violencia el hombre obligue a la mujer a mantener relaciones sexuales. Por lo general, antes de estos episodios el agresor aumenta la intensidad de la agresión, acusaciones, denigración, insultos y amenazas, y va creando un clima de miedo constante en la o las víctimas. Los tiempos entre cada episodio agudo son variables e impredecibles. A veces los episodios de violencia física sobrevienen a diario, otras veces nunca se materializan, incluso pueden pasar años entre un episodio de violencia física y otro. Lo importante es que si ha habido episodios de violencia física lo más probable es que vuelva a haberlos. El hecho de que los episodios agudos de violencia sean poco frecuentes no implica, necesariamente, que el grado de maltrato sea menor, ya que lo más probable es que exista mayor tiempo de acumulación de tensión en la que predomina el maltrato psicológico. El momento del arrepentimiento o luna de miel es la siguiente fase, pero se puede dar en diferentes momentos de las fases anteriores. El o los agresores piden perdón, se comportan de forma cariñosa y hacen todo lo posible para convencer a la o las víctimas de que no volverán a tener este tipo de conductas. Entonces en este momento, se reconcilian. Luego, en un clima más amigable, puede incluso ocurrir que se encuentren excusas para justificar la violencia y que la o las víctimas asuman una parte de responsabilidad en la situación de conflicto.

Como se ha señalado anteriormente, tanto las familias con un funcionamiento desligado como las que se caracterizan por ser aglutinadas, cuando se vuelven rígidas y disarmónicas, pueden convertirse en sistemas violentos. Los sistemas centrípetos pueden mantener el enmarañamiento a través de la violencia, pero normalmente hay otros rasgos definitorios que caracterizan este tipo de funcionamientos familiares. Es más habitual encontrar agresividad en familias desligadas, siendo los rasgos definitorios de este tipo de funcionamiento los que se dan en sistemas violentos.

Destaca en estos sistemas familiares la ausencia del sentimiento de pertenencia, yendo cada miembro “por su lado”, sin pedir ayuda cuando la necesitan y permaneciendo inamovibles delante de un problema en otro miembro. Las crisis evolutivas no se superan, reaccionando con agresividad contra el otro u otros, manteniéndose en una posición de dominador – dominado muy difícil de romper. Muchas veces, la única opción es salir del sistema, buscar o provocar la exclusión de éste para sobrevivir. Pero son pautas tan arraigadas en el seno de estos sistemas disfuncionales que, cuando sus miembros construyen nuevos núcleos, se puede repetir la misma relación maltratadora. Lógicamente, hay muchos otros factores que inciden – nivel social, educación, cultura,... –, pero el peso generacional hace mella en estas familias.
Normalmente cuando nos referimos a violencia familiar, pensamos en el acto de maltrato psíquico y/o físico de uno a varios miembros contra otro u otros. Pero también se da violencia sin que se produzca el acto, refiriéndonos a violencia por omisión, donde la o las víctimas normalmente son menores, incapacitados o personas mayores, es decir, aquel sector de la sociedad que son dependientes. Omisión significa descuidar, olvidar,..., consciente o inconscientemente, y por tanto, violencia por omisión implica que el o los maltratadores no realizan las funciones de protección que la o las víctimas necesitan tener cubiertas para su adecuado desarrollo físico y/o psíquico. Por ejemplo, a un bebé que sus padres le dejan jugar con una bolsa de cocaína hasta que un día se le rompe y se toma una buena cantidad, supone un claro acto de negligencia respeto a su protección, considerado como maltrato por omisión. 

Al ser necesario un contexto de aprendizaje perdurable en el tiempo, un episodio de maltrato agudo no es suficiente, por sí solo, para determinar la configuración compleja que un comportamiento de este estilo requiere. Es en casos de maltrato crónico y repetido que podemos hablar de familias violentas. Para ser eficaz, la intervención con este tipo de familias tiene que ir dirigida a modificar la posición que cada miembro ocupa en el juego familiar. Todos los miembros de la familia son prisioneros de un juego disfuncional, organizado alrededor de la violencia, donde no pueden evitar jugar un papel activo, sea de maltratador, de víctima o de colaborador de ambos.

 

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